miércoles, 3 de febrero de 2010

Luciernagas

Por tanto tiempo Ignacio había buscado algo, se había esforzado tanto que ní siquiera el cansancio había logrado vencerlo.

Sus paredes eran monocromáticas y la pila de libros sin terminar de leer que acumulaba bajo su cama daban muestra del abandono en el cual él había caído. Todo este asunto de cuadro depresivo le resultaba paradójico ya que nunca se le veía mal vestido y sus rulos siempre iban en dirección del viento cuando caminaba por la calle, sin embargo, bajo sus sabanas un revoltijo de lagrimas y esperma por masturbación suplicaban ser limpiadas. En su corazón había algo que le perturbaba, era tal el dolor que le daban ganas de arrancárselo con un cuchillo, meterlo en lavandina para limpiarlo y luego refrescarlo con unos riegos de hojas de menta, lastimosamente para hacer eso (se dio cuenta), tenia que morir, porque un hombre sin su corazón es hombre muerto seguro.

Lo interesante de todo este asunto era que hoy, mientras veía su reflejo inmóvil por la pantalla de la tele apagada descifraba cierta extraña tranquilidad en su alma, algo así como la del ángel Eternidad de esa obra que tanto amaba. Fue ahí etonces cuando se dirigió a la cocina, agarró un cuchillo, lo miró y le dijo:

-Nunca me arrebatarás mi corazón, y si eso llegase a pasar... seguro estarás en las manos del hombre al que Yo halla decidido entregárselo-.

Ignacio cerró el cajón donde guardaba sus cubiertos.