sábado, 26 de febrero de 2011

Madre he aquí a tu hijo: hijo eh aquí a tu madre.

Recuerdo que cuando era chico unos evangélicos llegaron a mi barrio por que querían reclutar gente en su iglesia. Un viernes a la noche pusieron una pantalla gigante, que era una lona blanca templada entre dos mástiles, en sus bordes habían agujeros y por ahí se tejía una soga que se enganchaba a un marco, el cual lo sostenía estos dos grandes palos. Donde era la cancha de básquet la llenaron de sillas blancas Rimax, pero las que no tienen para apoyar los brazos. Entre mis amiguitos ese era el acontecimiento del fin de semana, un cine gratis en la cuadra, una película sin pagar entrada y con olor a hojas de un árbol que no recuerdo el nombre, solo sé que es dulce. En las primeras filas dejaron sentar a las viejas y a algunos niños en el piso, nosotros que estábamos desde muy temprano nos hicieron sentar en la mitad de estas filas e hileras de sillas pulcramente organizadas. Yo me hice al lado de María Fernanda, mi vecina rubia que sabia hablar inglés porque estudiaba en colegio bilingüe. Cuando la película empezó yo sentí un palpito en el corazón que pocas veces volví a sentir, a ninguno de mis amigos nos importo que fuese la vida de Jesús de Nazaret, esa versión que dan siempre en tele pública en Semana Santa. A la mitad de la proyección un hombre y una mujer, vestidos de blanco y negro, hablaron; empezaron con un pasaje de la biblia y luego escritos del Atalaya, folletín que siempre me llamo la atención por los dibujos tan lindos y coloridos que traían, esa forma en que los pintores pintan el paraíso es cautivadora, todo lo contrario de lo que hace Doré, porque para un Edén así es mejor haber pecado. En el receso yo fui a cas y agarré 12 paquetes pequeños de papitas con sabor a limón y prepare una jarra de Tang de naranja, lo lleve al cine y lo repartí entre mis amigos y demás espectadores. Yo me sentía el dueño de mi propio teatro de mi barrio. Lo que mi recuerdo me permite ver de esa noche es que yo llevaba puesto un corto azul oscuro, y una camisa con muchas anclitas rojas y azules, camisa la cual amaba, me sentía elegante cada vez que la usaba. La sal y el saborizante de las papitas me quedaban por toda la ropa cada vez que me limpiaba al terminar de meterme un bocado de papas en la boca. Recuerdo que esa noche fue cuando comencé a comerme las uñas, porque verlo a Jesús en la cruz diciéndole a Juan y a María “Madre, he aquí a tu hijo: hijo he aquí a tu madre”, me generó una angustia incomprensible; un hombre con clavos en las manos y el cielo poniéndose completamente oscuro, tal cual como se pone en Cali cuando esta por largarse a llover, me parecía completamente desgarrador y hermosamente trágico. Nunca lo vi a Jesús como Dios, lo vi siempre como un personaje de una película, un personaje moderno que sacrifica su vida para nada. Cuando volví a casa mi mamá me esperaba en el andén, en esa época mi casa tenia la fachada blanca y el piso que sigue siendo el mismo, rojo y mal encerado. Me agarró entonces de la mano y con su suave voz, que únicamente modifica cuando tiembla y con serena preocupación nos dice “hijitos, esta temblando salgan al marco de la puerta”, me dijo lo siguiente: Santiago… esta muy bien que comparta, pero tiene que aprender a no darlo todo, porque las cosas valen y hay gente que no aprecia lo que uno da. Yo no entendí muy bien su reproche, obviamente era por las papitas y el Tang que había repartido. Hoy igual me dan ganas de preguntarle sí con el amor sucede lo mismo.

Me temo su respuesta.

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