sábado, 4 de septiembre de 2010

Un poema de Lorca circundaba mi cabeza, la de Ignacio. Las nubes oscuras que no parecían aclarar daban la luz perfecta tras el ventanal, una prenda vieja y poco usada llevaba el nombre de varios cuerpos masculinos que fueron, son y siempre serán ausentes, sin embargo esa mañana como por obra de magia todos y cada uno de ellos eran esa tela, eran UNO mismo, una gran comunión y mi saliva el vino.

Textos varios de entre tablas, entre camas, entre sueños y entre susurros brotaban de mi boca, pero como si le hablase a mi reflejo, las respuestas que oía eran los residuos del aire perturbado por mis palabras dichas hace segundos atrás.
El obturador sonaba.

Ignacio ahora estaba en una encrucijada y en un momento deseo que fuese épica, llena de extras, parafernalia y efectos especiales, luego se arrepintió, tanta sangre y multitudes de gente podrían ponerlo más nervioso aún, así que se quedo más tranquilo al aceptar que en este juego el cual yo creía que jugaba, solo y unicamente habían tres.

La canasta roja que tenia colgando en su antebrazo llevaba pan, sal y miel, era un regalo, uno de esos que a él tanto le gustan hacer, estaba dispuesto a probar, así que parado frente a la cajera que le sonreía con una hipócrita cortesía similar a la de los retratos pintados de monarcas, recibió un llamado… hubo una pausa, la gente atrás suyo en la fila algo murmuró.

–Mejor no llevo nada- le dijo Ignacio a la cajera, y fui yo en ese momento el que falsamente sonrió. Ignacio decidió hacerse a un lado, no solo en la fila del supermercado, sino entre dos hombres que ya no me pertenecerían nunca más.

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