viernes, 29 de enero de 2010

Éramos todos niños.

Éramos todos niños, disfrazados de animales en el bosque y alimentados por zarzamoras y otras pequeñas frutas silvestres. Sentado mirando el lago vi a un niño que tenia los pelos rojos y tocaba con dos palitos de madera un tambor que sonaba bastante ronco. De entre las rocas se despertaba una niña, llevaba unas botas puestas y vestidos de lana, olía a menta, se acercaba a nosotros bailando en círculos alrededor de violetas, el sol le iluminaba la piel blanca, como una fotografía sobreexpuesta. El niño del tambor se paro en el tope de una colina y grito palabras de entusiasmo, como si estuviésemos en una guerra, la niña con olor a menta y yo corrimos colina arriba, el tambor seguía el ritmo, acrecentaba el paso, la huella en el pasto. Todo fue blanco, yo me tiré de rebote y en rollito y rodé colina abajo hasta quedar patitas arriba. La niña que olía a menta simulaba los saltos de una rana y en su raro acento algo cantaba, el niño del tambor tocaba nuestro himno, sus ojos llorosos mostraban el regocijo, de entre las hierbas una nueva niña se unió a nuestra marcha, era rubia como el sol, entre sus pelos colgaban margaritas y tocaba el trombón.
-¡Avant!- Grité yo, y corrimos juntos de la mano, hasta encontrarnos un gran árbol, hueco adentro, cabíamos perfectamente los cuatro, adentro comenzamos a girar como si fuéramos héroes en transformación, como ya se imaginarán las risas colmaron todo el espacio, el cielo dejó pasar más aún los rayos e iluminaron las partículas blancas que flotan en el aire envidiosas de tanta felicidad, éramos todos niños.
Cansados de tanto juego los cuatro nos dormimos una siesta, la niña margarita nos tendió una cama con las flores que parecían brotar de su cabeza, el perfume y el acolchado parecía que fuese la cama de un rey de otro planeta,
-dulces sueños- dijo la niña margarita y yo que tenia frío fui cubierto por las mantas de lana que tenia la niña que olía a menta,
-siempre llevo de más porque se me enfrían los pies-, nos dijo a todos en un susurro y luego se hecho a risas. El niño del tambor saco de sus bolsillos unos cascabeles y comenzó a cantarnos canciones de cuna, quise darles algo mío que llevaba colgado en una bolsita al lado de mi bolsillo, pero el cansancio me podía,
-será mejor cuando despertemos- pensé, y mis labios entrecortadamente así lo dijeron, entonces caí en un profundo sueño.
El ocaso nos despertó junto con el trineo de los pájaros, al niño del tambor le sonó el estomago, era como un gran oso el que vivía ahí adentro, todos nos reímos, la niña margarita nos dijo, no se vayan, ya vuelvo y en un cerrar y abrir de ojos, o en lo que tarda un picaflor besar la flor volvió cargada de un ramado de frutas, todas de mucho color. La niña con olor a menta sacó de su bolso un trozo de pan, lo partió en cuatro y todos disfrutamos nuestra gran comilona. Después de semejante banquete nos pusimos de pie y enunciamos nuestra marcha, corríamos por la pradera, hacia donde el sol huía, el viento estaba a nuestro favor e incluso nos tocaba melodías, corrimos sin cansancio por horas, incluso por días, nos contábamos cosas y hablábamos de los bosques de donde cada uno venia, hasta que en medio de la encrucijada nos encontrarnos con una pared, alta, muy alta, cubierta de hiedra y otras malvadas plantas, las espinas cortaban, el veneno adormecía, teníamos que cursarla, aunque no supiéramos que nos depararía. El niño del tambor nos ayudo a subir haciendo un peldaño de escalera con sus dos manos entrecruzadas entre ellas, la niña margarita fue la primera, trepaba con mucha sutileza, cuando llegó arriba asomó su cabeza y con su mano nos hizo señas mientras soltaba una risa. Luego subió la niña con olor a menta, yo tenia miedo que algo nos pasara en esa escalada, abrace muy duro al niño del tambor, el cual me dijo no había porque preocuparse y a la cuenta de tres, uno, dos, tres: empecé a subir. Largo era el trayecto y mientras trepaba mi bolsa donde llevaba mis piedras mágicas se atoró en una rama, trate del alcanzarla, pero mis dedos no llegaban y en forcejeo la bolsa cayó al suelo, no tenia que darles, ya había escalado mucho como para bajar y recuperarlas, me sentía mal, triste, fue entonces cuando el niño del tambor que era más habilidoso que yo ya había llegado a la cima y con gritos de entusiasmo me decía:
-¡apúrate, apúrate!- dándose media vuelta y lanzándose del otro lado de la pared, yo subí apurado, y cuando se descubrió la vista que el muro entorpecía, los vi a los tres niños caminando cada uno por su lado, alejándose, hasta convertirse en un punto en el inmenso horizonte. Éramos todos niños y el tiempo ha pasado, yo también seguí en mi camino, ha sido difícil caminarlo solo, pero en los malos momentos gracias al buen viento oigo las voces de los otros niños y como no pude darles nada mío, es esta fabula la que hoy les escribo.

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